El cine británico clásico es uno de los legados más importantes de la isla de Albión a la humanidad. Entre principios de los años 30 y finales de los 60, bajo los cielos encapotados de Gran Bretaña, se rodaron algunas de las mejores películas de la historia del cine, así como otros muchos títulos entrañables que, sin ser considerados obras maestras, llenaron de encanto las pantallas o los televisores donde se proyectaron. El propósito de este blog cultural es rendir homenaje a ese maravilloso cine rodado en los estudios London Films, British-Lion, Ealing, Pinewood o Elstree, por citar solo algunos de aquellos lugares míticos, y revivir la emoción que nos transmitieron con sus interpretaciones actores y actrices tan extraordinarios como Laurence Olivier, John Mills, Alec Guinness, Peter Sellers, Dirk Bogarde, Margaret Rutherford, Stanley Holloway, Kay Kendall o Kenneth More. Todos ellos, y otros muchos, desfilarán por estas páginas conmemorativas como estrellas invitadas al son de los acordes de Georges Auric, Richard Addinsell o William Walton. La tetera ya está hirviendo. Se van apagando las luces mientras se enciende el proyector de los recuerdos. Es hora de celebrar un breve encuentro con el cine británico de siempre. Celuloide a las 5 en punto. Of course!
Un puñado de rostros estelares adorna los títulos de
crédito que introducen la proyección de Hotel
Internacional (The V.I.P.s),
película estrenada en 1963 y que cuenta con el protagonismo de la pareja de
moda por aquel entonces, Richard Burton y Elizabeth Taylor. Los demás comparsas
de la función dirigida por Anthony Asquith no acaparan los titulares de la
prensa de la época con tanto fervor como “Marco Antonio y Cleopatra”, que aquí
parecen recrear una variación de su propia historia sentimental como el
matrimonio Andros, pero figuran entre lo más granado de la profesión: Louis
Jourdan, el sempiterno galán francés que tan mortalmente se aburría como el heredero
millonario de Gigi y que, esta vez, representa
a un gigolo cuarentón que se enamora por primera vez en su vida; Rod Taylor, el
actor australiano de maneras campechanas que tuvo el tiempo en sus manos y que,
en la película que nos ocupa, metido en la piel de Les Mangrum, un honesto fabricante
de tractores, debe luchar contrarreloj para no quedarse en la bancarrota tras
firmar un cheque sin fondos; la siempre espléndida Maggie Smith, como fiel
secretaria del anterior, mucho antes de asomarse a la oscarizada habitación con
vistas que le reservó James Ivory; la entrañable Margaret Rutherford, que se
quita por unos momentos el traje de Miss Marple para interpretar a una aristócrata
empobrecida y deliciosamente distraída; y, last
but not least, el gran Orson Welles en el papel de director de cine en
apuros con el fisco británico que debe pactar un matrimonio de conveniencia con
Gloria Gritti, una maggiorata
italiana encarnada por Elsa Martinelli un año después de haberse marcado un
Madison al son de Henry Mancini con los elefantitos de Hatari.
Por suerte o por desgracia, los planes concebidos
por cada uno de estos personajes no habían contado con la emergencia de un
elemento que actúa como fuerza mayor de la trama ideada por el dramaturgo
Terence Rattigan: la niebla londinense. Varados en la sala de espera VIP del
aeropuerto de Londres, y atendidos por el “mejor jefe de recepción que existe”,
Sanders (genial caracterización de Richard Wattis, ese simpático actor con
gafas que anteriormente nos había deleitado como el agregado a la embajada británica
que se desvive por cumplir los caprichos del gran duque Laurence Olivier en El príncipe y la corista, también basada
en una historia de Terence Rattigan), los personajes comienzan a sufrir los
efectos que ejercen los contratiempos sobre la vida programada. Y es que la
densa niebla que deja en tierra los vuelos que debían despegar según el horario
previsto no se contenta con quedarse fuera de las instalaciones de este
aeropuerto de decorado y cortar las alas a los pasajeros, VIP o no VIP, sino que
penetra en la propia esencia de los personajes para volverlos del revés. En el
caso del triángulo amoroso formado por Richard Burton-Liz Taylor-Louis Jourdan,
la bruma les obliga a analizar detenidamente sus emociones y sentimientos, que
parecen difuminarse o sufrir mutaciones imprevistas ante la tensión de la
espera y las sorprendentes revelaciones resultantes. El archimillonario Burton-Paul
Andros afirma estar enamorado de su esposa Frances, pero no es capaz de elegir personalmente
el suntuoso regalo de despedida que le hace cada vez que ella se ausenta, tarea
que delega en un ex comandante a quien ha convertido en su mano derecha (Dennis
Price). Sin embargo, esta vez es Frances-Elizabeth Taylor quien le hará a
Burton un regalo inolvidable con motivo del viaje que se dispone a emprender
hacia el sol de Jamaica: una carta en la que le confiesa que se fuga con otro
hombre. Para humillación del magnate, el “otro” es un viejo conocido suyo, Marc
Champselle (Jourdan), famoso playboy a quien considera un “bufón, un invitado profesional, el consabido parásito” y por el que
siente absoluto desprecio. Pero la niebla de Heathrow despierta en Marc-Jourdan
un sentimiento que nunca antes había conocido, muy diferente a los
superficiales devaneos que le brindaban sus rentables flirteos con condesas
europeas en el suave clima de la Costa Azul, y no está dispuesto a renunciar a
Frances ni siquiera ante la tentación de un generoso cheque ofrecido por el
marido ultrajado. A partir de este momento, la tensión argumental irá in crescendo, al igual que la banda
sonora de Miklos Rosza, que discurre en su habitual nota romántica con toques
de cóctel para la ocasión, y los personajes anclados a la húmeda tierra inglesa
cambian la sala de este aeropuerto, recreado en los estudios ingleses de la MGM
en Borehamwood, por la comodidad de un hotel donde pasarán definitivamente la
noche.
Ni que decir tiene que, como en toda película coral
que se precie, y a imitación de la propia vida, las peripecias de este sexteto
de personajes se entrelazarán para enriquecer el argumento y ayudar a
desbloquearlo del paralizante abrazo neblinoso. El director de cine Max Buda (un
Welles actuando en registros exageradamente caricaturescos) alquila la mansión
de la duquesa de Brighton para rodar su próxima producción, María Estuardo, evitando así que la
anciana tenga que desplazarse a Florida para actuar como ayudante de relaciones
públicas en un hotel, el único medio que la venerable anciana ha encontrado
para sacar a flote su castillo ancestral. Por su parte, la eficiente secretaria
Miss Mead logra que, en un momento de desesperación, y mientras le sorprende
escribiendo una carta de suicidio en la writing
room del aeropuerto, el millonario Andros escriba otro cheque que, a su
vez, servirá de salvavidas a su jefe, de quien está visiblemente enamorada.
Este atractivo y sofisticado melodrama, rodado en
deslumbrante Metrocolor y formato Panavisión por el londinense Anthony Asquith,
experto adaptador a la gran pantalla de obras maestras del teatro en lengua
inglesa como Pigmalión (1938), La versión Browning (1951) o La importancia de llamarse Ernesto
(1952), se deja ver con agrado más de medio siglo después de su estreno. Tal
vez el secreto de su éxito estribe en que, al igual que ocurre con los
personajes encarnados por Richard Burton y Rod Taylor, dedicados a amasar
dinero y a manufacturar tecnología en movimiento, respectivamente, y a quienes
lo único que al final consigue salvar de la ruina es precisamente el factor
humano, las imágenes en movimiento de Hotel
Internacional están impregnadas de este infalible bálsamo desde la primera
escena hasta la última. Un año después, el director firmaría su última
película, El Rolls Royce amarillo,
también una magnífica película coral que recreaba en brillante colorido de la
Metro un popurrí de pasiones, amoríos, lealtades y traiciones. Pero esa ya es
otra historia…