El cine británico clásico es uno de los legados más importantes de la isla de Albión a la humanidad. Entre principios de los años 30 y finales de los 60, bajo los cielos encapotados de Gran Bretaña, se rodaron algunas de las mejores películas de la historia del cine, así como otros muchos títulos entrañables que, sin ser considerados obras maestras, llenaron de encanto las pantallas o los televisores donde se proyectaron. El propósito de este blog cultural es rendir homenaje a ese maravilloso cine rodado en los estudios London Films, British-Lion, Ealing, Pinewood o Elstree, por citar solo algunos de aquellos lugares míticos, y revivir la emoción que nos transmitieron con sus interpretaciones actores y actrices tan extraordinarios como Laurence Olivier, John Mills, Alec Guinness, Peter Sellers, Dirk Bogarde, Margaret Rutherford, Stanley Holloway, Kay Kendall o Kenneth More. Todos ellos, y otros muchos, desfilarán por estas páginas conmemorativas como estrellas invitadas al son de los acordes de Georges Auric, Richard Addinsell o William Walton. La tetera ya está hirviendo. Se van apagando las luces mientras se enciende el proyector de los recuerdos. Es hora de celebrar un breve encuentro con el cine británico de siempre. Celuloide a las 5 en punto. Of course!
Se
llamaba Moore, Sir Roger Moore, tenía 89 años y durante varias décadas
encandiló a los telespectadores y cinéfilos de todo el mundo con su simpatía y
encanto de British gentleman. Porque
eso es lo que principalmente fue, y lo que la pantalla que todo lo ve recogía
cuando le filmaba en Panavisión y Technicolor. Si bien es cierto que Roger
Moore no fue un intérprete de amplios registros (ni jamás lo pretendió),
siempre demostró una pasmosa facilidad para la autoparodia que le redimía de
posibles críticas. Con su maravilloso sentido del humor, solía bromear diciendo
que tenía dos posturas interpretativas: con
ceja arqueada y sin ella.
Retrato de Roger Moore, 1973, cortesía de Allan Warren
Esa
predisposición al humor le vendría de perlas para preparar su versión del
agente 007, convirtiéndose en el James Bond más afable, divertido y menos agresivo
de cuantos actores lo interpretaron. También se dijo de él que le faltaba forma
física. Y es que Moore tuvo que aguantar numerosas bromas respecto a su edad tras
su elección para encarnar al más popular agente secreto británico con licencia
para matar (tenía 46 años cuando realizó su primera aportación a la serie Bond
con Vive y deja morir en 1973) y las
chanzas no dejaron de rodearle durante el rodaje de la última, Panorama para matar, en 1985, fecha en
que aparecieron ciertas caricaturas en algunos periódicos ingleses donde se le
representaba como un anciano decrépito (en una de las viñetas, Q le enseñaba su
último artilugio: “una silla de ruedas con turbo-propulsión”). Pero Moore era
un gentlemanto the core, y como tal, no solo no se enfadaba ante semejante
despliegue de humor gráfico a su costa, sino que les supo seguir el juego con
envidiable savoir faire.
Roger
George Moore vino al mundo un 14 de octubre de 1927 en Stockwell, Londres. El
propio actor describe irónicamente dicho momento en su espléndida autobiografía,
titulada My Word is my bond:
“Fui hijo único. Como veis, mis padres
alcanzaron la perfección a la primera”.
No
sería este el único libro que escribiría el actor, ya que en 1973 se había
publicado Roger Moore's James Bond Diary,
un curioso diario sobre el atribulado rodaje de Vive y deja morir, al que se sumarían otras 2 obras en décadas
posteriores, Last man standing: Tales
from Tinseltown y Bond on Bond: The
Ultimate Book on Over 50 Years of 007, este último escrito en colaboración
con Gareth Owen, donde Moore comenta con su hilarante estilo la saga bondiana
al completo.
El
joven Roger debutó en Hollywood en un papel de galán junto a dos grandes
estrellas de la Metro, Elizabeth Taylor y Van Johnson, en La última vez que vi París (1954). Había firmado un contrato de 5
años con la mítica productora, pero éste no cristalizó en un futuro brillante
para el actor, que solo aparecería en papeles discretos en títulos como El ladrón del rey (The King’s Thief, 1955),
Melodía ininterrumpida (Interrupted Melody, 1955) o Astucias de mujer (Diane, 1956). Poco después se convertiría en el oficial de la RAF que
enamora a la doctora Angie Dickinson en el melodrama africano Misión en la jungla (The sins of Rachel Cade, 1961). También se le vio en dos series
televisivas de formato western, The
Alaskans y la celebérrima Maverick,
donde encarnaba a Beau, el primo británico de Jim Maverick, entre finales de
los 50 y primeros de los 60.
Anteriormente,
había sido un Ivanhoe simpático, pero no demasiado convincente, para la pequeña
pantalla entre 1958 y 1959. Incluso marchó a Italia para probar suerte con el
peplum interpretando al mismísimo Rómulo, cofundador de Roma, en la
coproducción europea El rapto de las
sabinas (Romulus and the Sabines, 1961), pero la falda corta, las sandalias
y los decorados históricos no resultaban lo más adecuado para un actor que se
movía con mayor comodidad en ambientes contemporáneos. La oferta de la ITV para
interpretar la serie televisiva El Santo
(The Saint) en 1962, basada en los libros de Leslie Charteris, le
rescataría de su destierro romano y le daría la oportunidad dorada de crear uno
de sus personajes más célebres: el legendario Simon Templar, elegante mezcla de
ladrón de guante blanco y Robin Hood del siglo XX. Ni que decir tiene que los
escenarios cosmopolitas recreados en los coloridos estudios Elstree le sentaban
a la perfección y ya insinuaban las bases de su personaje de James Bond. La
serie se mantendría en antena hasta 1969, con enorme éxito en todo el planeta.
En
1970, Moore aceptaría trabajar junto a Tony Curtis para interpretar una serie
memorable, The Persuaders (Los
persuasores), donde encarnaría brillantemente al aristócrata Lord Brett
Sinclair. El contraste de estilos entre Moore y Curtis, uno criado en la
refinada zona de Grosvernor Square y el otro en el Bronx, dictaría el tono de
esta dinámica serie de ambiente internacional con música de John Barry que tan
solo tuvo un año de existencia. En el apartado de vestuario, Roger Moore
diseñaría su propia ropa para Los persuasores,
lo que explica que luzca algunas de las camisas y corbatas más llamativas de la
época.
Las
siete películas que rodaría a lo largo de 12 años encarnando al agente secreto
más famoso del mundo marcaron a toda una generación, la de quienes nacimos a
finales de los 60 y principios de los 70, y que recordamos con nostalgia
títulos como La espía que me amó (The spy
who loved me, 1977), Solo para tus
ojos (For your eyes only, 1980) o Moonraker
(1979), sin olvidar El hombre de la
pistola de oro (The man with the golden gun, 1974). Ya habíamos sucumbido
al encanto del James Bond de Connery, y tampoco nos había defraudado tanto como
apuntaban los críticos el australiano George Lazenby, quien realizó un trabajo
nada desdeñable en Al servicio secreto de
Su Majestad, pero el 007 de Moore era coetáneo nuestro, y tal vez por eso lo
vivimos con algo más de cercanía. Convencido de que era imposible superar el
precedente establecido por Sean Connery, Moore decidió enfocar su James Bond
desde el lado más galante y humorístico, lo que en la lengua de Shakespeare se
conoce como tongue in cheek. Con su
perfecto Queen’s English, su atildado
atuendo, sus refinados modales y una réplica siempre a tono con la situación, el
actor londinense ofreció una entrañable caracterización del personaje creado
por Ian Fleming, en la que las armas de las que servía no eran de fuego, sino un
combinado infalible de elegancia, fino humor y seducción.
Fue el actor que sostuvo
el cargo de 007 durante más tiempo, llegando a conocer profundamente a su
personaje. No es de extrañar que el propio Moore afirmara al respecto: “Cuando interpretas durante tantos años un
papel, sabes cómo va a reaccionar, lo que va a decir, lo que piensa”. El
actor quiso abandonar el personaje tras rodar Octopussy en 1983 (tenía por entonces 56 años), pero los productores
de la serie le convencieron para cerrar el ciclo con la ya citada A view to a kill, dos años después.
Fuera
del territorio bondiano, Moore también intervino en películas de indudable
interés, como la comedia That lucky touch
(Un toque de suerte, 1975), rodada en
Bruselas junto a Susannah York, con quien había coincidido en la anodina Oro (Gold),
el thriller sofisticado Crossplot
(1969), la estupenda TV movie Sherlock
Holmes en Nueva York (1976), donde se enfrentaba a un Profesor Moriarty
encarnado por John Huston, o la aventura bélica Evasión en Atenea (Escape to
Athena, 1979), en la que encarnaba a un oficial alemán aficionado a la
arqueología que demuestra una especial simpatía por los prisioneros aliados a
su cargo, entre ellos el también arqueólogo David Niven. Completaban el reparto
Elliot Gould, Telly Savalas y Stephanie Powers, mientras que los escenarios de
la isla griega de Creta hacían las veces de la ficticia Atenea. Ese mismo año también
disfrutó interpretando un personaje muy alejado de su registro afable y dandy, el excéntrico experto en
submarinismo Rufus Excalibur ffolkes en Rescate
en el mar del Norte (North Sea Hijack, 1979), acompañando a James Mason y
Anthony Perkins en una aventura de acción por tierras (o mejor dicho, aguas)
escocesas. En 1980 quiso subirse al barco de viejas glorias que el director
Andrew V. McLaglen (con quien coincidió en otras 2 ocasiones) fletó bajo el
título de Lobos marinos (The Sea Wolves),
compartiendo cartel con su amigo David Niven, Trevor Howard y Gregory Peck,
entre otros ilustres veteranos. Como auténtica rareza en su filmografía, ha
quedado el thriller de suspense The man
who haunted himself (Tinieblas, 1970),
bajo la dirección de Basil Dearden, título que, en sus propias palabras, le
proporcionó la primera ocasión de su carrera en la que se le permitía “actuar”.
Además
de colaborar con la UNICEF como Embajador de Buena Voluntad desde 1991,
experiencia que definiría como “la más gratificante de su vida”, Moore dedicaría
sus inquietudes humanitarias a otros proyectos benéficos a lo largo de su carrera.
La generosidad para los menos afortunados fue otra de las cualidades que
definieron a este singular caballero británico, Sir Roger Moore, tercer 007 de
la Historia del Cine, quien salvó al mundo en 7 ocasiones (estimable record
para un hipocondríaco confeso) y nos enseñó el valor de un gesto irónico en un
semblante impertérrito pero encantador. Cuesta trabajo creer que de verdad se
ha ido para siempre, aunque ¿quién sabe? A lo mejor Sir Roger solo quería
gastarnos una de sus bromas y le tenemos de vuelta antes de que nos demos
cuenta para rodar su próxima escena junto a su amiga Lois Maxwell-Moneypenny.
Impecablemente vestido de esmoquin, of
course.
Henry
Adams podría ser cualquiera de nosotros. Se trata de alguien que, por razones
del azar, se encuentra sin blanca, y además en una ciudad extranjera. Este
norteamericano de buen aspecto y ropa raída, al que presta sus facciones impasibles
Gregory Peck, se convierte en el objeto de una singular apuesta entre dos estrafalarios
gentlemen londinenses que le invitan
a entrar en su mansión. El motivo de la apuesta no es otro que decidir si un
individuo honrado, inteligente y sin medios de vida aparentes es capaz de salir
adelante durante un mes, hallándose únicamente en posesión de un insólito billete
de banco por valor de 1 millón de libras esterlinas.
Así
las cosas, Adams tendrá que valerse de todo su ingenio para convencer a
comerciantes, hoteleros, sastres de Saville Row y propietarios de restaurantes
de que “no dispone de billetes más pequeños”, al tiempo que se convierte de la
noche a la mañana en la sensación de Londres, es tomado por un millonario
excéntrico al que gusta vestir trajes trasnochados y pasa a erigirse en invitado
de honor de las fiestas de la alta sociedad y en todo un referente para los
especuladores de la Bolsa. Pero ahí no acaban sus peripecias. Al bueno de Henry
incluso le queda tiempo para conocer a la joven aristócrata Portia Lansdowne (interpretada
por Jane Griffiths, estupenda actriz de corta carrera nacida en Sussex en 1929),
que se convertirá en la mujer de su vida.
Esta
deliciosa sátira, basada en el relato corto de Mark Twain “El billete de un
millón de libras”, publicado en 1893, supone la película número veintiuno de
Gregory Peck y la primera de las dos que rodaría en Gran Bretaña en el año 1954
(la siguiente sería el drama bélico The
Purple Plain). El ágil guion de Jill Craigie conserva los fundamentos del formidable
cuento de Mark Twain y los enriquece para la ocasión añadiendo nuevas
situaciones y personajes, como la duquesa de Cromarty-tía de Portia, el
levantador de pesas Rock, que hace las veces de guardaespaldas del vagabundo
millonario (interpretado por el simpático Reginald Beckwith) o el travieso
duque de Frognal, al que encarna con estilo el característico A. E. Matthews.
¿Un
préstamo que muchos aceptarían sin pensarlo? ¿Una misión imposible? A lo largo
de hora y media, el director Ronald Neame, responsable de otra de las mejores
comedias del cine británico, Un genio
anda suelto (The Horse’s Mouth), nos
lleva magistralmente de la mano en un divertido recorrido por las calles de
Londres en el transcurso del cual se nos acelera el pulso cada vez que el
billete de marras sale volando a causa de una ráfaga de viento o desaparece
misteriosamente de su escondite en el hotel donde reside Henry Adams. Mark
Twain no guardaba una opinión demasiado optimista de sus congéneres, que en El Millonario solo parecen actuar
movidos por la promesa de una compensación económica y, ante la menor duda de
su cumplimiento, retiran todo su apoyo al millonario desarrapado. No hay que
olvidar que la película está ambientada “Once
upon a time, when Britain was very rich (Erase una vez, cuando Gran Bretaña era muy rica)”, frase con la que
da comienzo y que sirve como contrapunto irónico a su personaje central,
alguien que ni es inglés ni posee un solo penique a su nombre. Afortunadamente,
el escepticismo sobre la condición humana no afecta a todos los personajes de
la función, ya que la fuerza del amor acaba triunfando tanto en el relato como
en la película, compensando así los sinsabores de la codicia o del rechazo
social.
Al
atractivo de este memorable film producido por John Bryan para The Rank Organization
también contribuyen las entrañables composiciones de Wilfrid Hyde-White y
Ronald Squire como los dos caballeros apostadores o la fotografía en
Technicolor de Geoffrey Unsworth, así como la brillante partitura de William
Alwyn, de la que ofrecemos un extracto más abajo.
Música
a las 5 en punto
Dirigida
por Muir Mathieson y compuesta por el genial William Alwyn, autor de bandas
sonoras de películas tan conocidas como El
temible burlón (The Crimson Pirate)
y numerosas piezas de música clásica (entre ellas, la espléndida Lyra Angelica), este elegante vals sirve
de alegre introducción a The Million
Pound Note (titulada Man with a
Million en EE.UU).
Humor
a las 5 en punto
“Amigo,
no debería juzgar siempre a un desconocido por las ropas que lleva puestas.
Puedo pagar sin problema el precio de este traje. Simplemente no deseaba
causarle la molestia de tener que cambiar un billete tan grande”.