El cine británico clásico es uno de los legados más importantes de la isla de Albión a la humanidad. Entre principios de los años 30 y finales de los 60, bajo los cielos encapotados de Gran Bretaña, se rodaron algunas de las mejores películas de la historia del cine, así como otros muchos títulos entrañables que, sin ser considerados obras maestras, llenaron de encanto las pantallas o los televisores donde se proyectaron. El propósito de este blog cultural es rendir homenaje a ese maravilloso cine rodado en los estudios London Films, British-Lion, Ealing, Pinewood o Elstree, por citar solo algunos de aquellos lugares míticos, y revivir la emoción que nos transmitieron con sus interpretaciones actores y actrices tan extraordinarios como Laurence Olivier, John Mills, Alec Guinness, Peter Sellers, Dirk Bogarde, Margaret Rutherford, Stanley Holloway, Kay Kendall o Kenneth More. Todos ellos, y otros muchos, desfilarán por estas páginas conmemorativas como estrellas invitadas al son de los acordes de Georges Auric, Richard Addinsell o William Walton. La tetera ya está hirviendo. Se van apagando las luces mientras se enciende el proyector de los recuerdos. Es hora de celebrar un breve encuentro con el cine británico de siempre. Celuloide a las 5 en punto. Of course!
La primavera en Park Lane, vista desde el prisma del cine británico made in 1948, no puede ser más optimista. Para empezar, tenemos a un apuesto criado llamado Richard que sabe tocar el piano, es capaz de distinguir perfectamente una composición de música clásica de otra, entiende de pintura, habla francés con fluidez y pronuncia un inglés impecable. Por si esto fuera poco, también tiene su punto de insolencia. Luego está Judy, la atractiva secretaria-sobrina del propietario de la mansión, quien, tras un encontronazo inicial con el lacayo respondón, se sorprende a sí misma interesándose cada vez más por él.
Para complicar las cosas, también hay un enredo a cuenta de una pintura original que acaba resultando una falsificación, un aristócrata en paradero desconocido y dos pretendientes a cual más pesado: un vanidoso actor de cine y un aburrido marqués de alta alcurnia. ¿Pero es Richard realmente lo que dice ser? ¿Por qué le trata con tanto respeto Perkins, el estirado mayordomo de la casa? ¿Dónde ha adquirido esos modales de clase alta?
Estas son las bases argumentales de Spring in Park Lane (1948), tercero de los títulos rodados por la pareja cinematográfica integrada por Anna Neagle y Michael Wilding, y probablemente el más logrado de todos. Y es que Spring in Park Lane, basada parcialmente en una historia de Alice Duer Miller, reúne todos los ingredientes que caracterizaban a la comedia inglesa musical de la época, como coloridos escenarios de la alta sociedad londinense, una trama jovial de románticos malentendidos, personajes entrañables y pegadizas canciones a cargo del compositor Robert Farnon, como Early one morning y The moment I saw you.
Los diálogos y situaciones que protagonizan Judy y Richard brillan por su simpatía, al igual que las actuaciones de secundarios como Tom Walls en el papel del tío Joshua Howard, comerciante de diamantes y dueño de la opulenta casa de Park Lane donde se desarrolla la acción. Tampoco falta en el alegre conjunto una cuidada coreografía, diseñada por Philip y Betty Buchel, que incluye una escena de baile de inspiración onírica y un enérgico número de jitterbug.
No resulta difícil entender por qué, para el público inglés de la postguerra, películas como Spring in Park Lane, dirigida y producida por Herbert Wilcox, fueron como un bálsamo de entusiasmo que recreaba un mundo de gentes guapas y adineradas, vestidas con la elegancia propia de una Inglaterra casi hollywoodiense, que jugaban a flirtear y enamorarse entre lujosas galerías de cuadros e invernaderos privados. El éxito de este film dio origen a una nueva entrega, Maytime in Mayfair, rodada al año siguiente por el mismo equipo, aunque esta vez en deslumbrante tecnicolor.
Anécdotas a las 5 en punto
A pesar de su título, y con el fin de que el estreno coincidiera con la llegada de la primavera, gran parte de las escenas de la película se rodaron durante el mes de noviembre en los estudios MGM de Elstree.
¿Qué puede
haber más emocionante para un actor que el hecho de que le ofrezcan interpretar
el papel más importante de toda su carrera… aunque ello le suponga poner en
peligro su vida?
Pues esto
es precisamente lo que le ocurrió a Meyrick Edward Clifton James (1898-1963),
un tranquilo oficial australiano del departamento de pagaduría del ejército
británico, además de discreto actor teatral, que se hizo pasar por el doble del
mariscal Bernard Montgomery en las semanas previas al Desembarco de Normandía. Y
por si semejante experiencia le hubiera sabido a poco, la repitió para la
posteridad en la apasionante película a la que dedicamos estas líneas, donde se
interpreta a sí mismo.
Clifton James, artífice y protagonista de la historia
Yo
fui el doble de Montgomery (I was Monty’s Double), realizada
por John Guillermin en 1958, adapta a la pantalla el libro autobiográfico homónimo
escrito por Clifton James, y lo hace con gran convicción no solo gracias a la
presencia del propio protagonista de los hechos históricos narrados en la película,
sino también a la inclusión de un sólido reparto encabezado por John Mills y
Cecil Parker. La anécdota da comienzo cuando el mayor Harvey, al que encarna el
siempre excelente Mills, acude a un music hall londinense siguiendo el rastro
de la antigua secretaria de su jefe, con la que parecía haber estado en muy
buenos términos antes de embarcarse para su última misión. Por desgracia para los
planes de Mills, la chica está acompañada por un oficial y luce un flamante anillo
de boda en el dedo. Pero la noche no está del todo perdida, ya que, en aquel
momento, aparece sobre el escenario una figura de enorme popularidad para los
ciudadanos británicos, o al menos eso creen todos los presentes. No, no se
trata del verdadero mariscal Montgomery, el Héroe del Alamein, sino de un actor
que guarda una increíble semejanza con él. A partir de entonces, se pone en
marcha la Operación Hambone (Hueso de Jamón, así bautizada por la nueva
secretaria del coronel, interpretado por un impagable Cecil Parker), un plan
para hacer creer a los alemanes que la inminente invasión aliada se producirá
en el Norte de África, y no en las playas de Normandía.
Bajo el
pretexto de rodar una película documental para el ejército, Harvey logra que
James obtenga un permiso de una semana para someterse a unas pruebas de
fotogenia. El objetivo es muy distinto: acercar al aún receloso comediante al
hombre que va a convertirse en el objeto de su imitación, durante la
celebración de unas maniobras militares, a fin de que aquél se vaya
familiarizando con sus maneras. La sinceridad de Clifton James es conmovedora,
ya que, como él mismo reconoce, imitar la voz y los gestos de Monty es solo
cuestión de días de ensayo, pero lo más difícil es conseguir emular su personalidad, el carisma de alguien
capaz de despertar la admiración en quienes le escuchan, el porte de un hombre habituado
a mandar con confianza. Nada parece convencer al descorazonado intérprete de su
capacidad para salir airoso de la situación hasta que el mayor Harvey le concierta
una entrevista personal con el mismísimo Montgomery, el único que puede juzgar
si de verdad está a la altura del personaje.
Este
encuentro entre imitador e imitado resulta determinante para la acción del film.
El telón se alza así para Clifton James, el hombre que jugó a ser el doble de
Montgomery en el frente mediterráneo durante la primavera de 1944, mientras que
la puesta en escena sobre un guion de Bryan Forbes corre a cargo de John
Guillermin, un hábil director que en la década posterior firmaría otros títulos
emblemáticos del cine bélico como Cañones
en Batasi, Las águilas azules o El puente de Remagen. La Operation
Hambone (o Copperhead, como se denominó realmente) está servida con todos sus
ingredientes cinematográficos para esta entretenida cinta de espionaje británica
salpicada con generosas dosis de humor.
Música
a las 5 en punto
La banda
sonora de I was Monty’s Double fue
compuesta en 1958 por el veterano John Addison, de la que se puede escuchar un
extracto en el siguiente enlace:
Se
llamaba Moore, Sir Roger Moore, tenía 89 años y durante varias décadas
encandiló a los telespectadores y cinéfilos de todo el mundo con su simpatía y
encanto de British gentleman. Porque
eso es lo que principalmente fue, y lo que la pantalla que todo lo ve recogía
cuando le filmaba en Panavisión y Technicolor. Si bien es cierto que Roger
Moore no fue un intérprete de amplios registros (ni jamás lo pretendió),
siempre demostró una pasmosa facilidad para la autoparodia que le redimía de
posibles críticas. Con su maravilloso sentido del humor, solía bromear diciendo
que tenía dos posturas interpretativas: con
ceja arqueada y sin ella.
Retrato de Roger Moore, 1973, cortesía de Allan Warren
Esa
predisposición al humor le vendría de perlas para preparar su versión del
agente 007, convirtiéndose en el James Bond más afable, divertido y menos agresivo
de cuantos actores lo interpretaron. También se dijo de él que le faltaba forma
física. Y es que Moore tuvo que aguantar numerosas bromas respecto a su edad tras
su elección para encarnar al más popular agente secreto británico con licencia
para matar (tenía 46 años cuando realizó su primera aportación a la serie Bond
con Vive y deja morir en 1973) y las
chanzas no dejaron de rodearle durante el rodaje de la última, Panorama para matar, en 1985, fecha en
que aparecieron ciertas caricaturas en algunos periódicos ingleses donde se le
representaba como un anciano decrépito (en una de las viñetas, Q le enseñaba su
último artilugio: “una silla de ruedas con turbo-propulsión”). Pero Moore era
un gentlemanto the core, y como tal, no solo no se enfadaba ante semejante
despliegue de humor gráfico a su costa, sino que les supo seguir el juego con
envidiable savoir faire.
Roger
George Moore vino al mundo un 14 de octubre de 1927 en Stockwell, Londres. El
propio actor describe irónicamente dicho momento en su espléndida autobiografía,
titulada My Word is my bond:
“Fui hijo único. Como veis, mis padres
alcanzaron la perfección a la primera”.
No
sería este el único libro que escribiría el actor, ya que en 1973 se había
publicado Roger Moore's James Bond Diary,
un curioso diario sobre el atribulado rodaje de Vive y deja morir, al que se sumarían otras 2 obras en décadas
posteriores, Last man standing: Tales
from Tinseltown y Bond on Bond: The
Ultimate Book on Over 50 Years of 007, este último escrito en colaboración
con Gareth Owen, donde Moore comenta con su hilarante estilo la saga bondiana
al completo.
El
joven Roger debutó en Hollywood en un papel de galán junto a dos grandes
estrellas de la Metro, Elizabeth Taylor y Van Johnson, en La última vez que vi París (1954). Había firmado un contrato de 5
años con la mítica productora, pero éste no cristalizó en un futuro brillante
para el actor, que solo aparecería en papeles discretos en títulos como El ladrón del rey (The King’s Thief, 1955),
Melodía ininterrumpida (Interrupted Melody, 1955) o Astucias de mujer (Diane, 1956). Poco después se convertiría en el oficial de la RAF que
enamora a la doctora Angie Dickinson en el melodrama africano Misión en la jungla (The sins of Rachel Cade, 1961). También se le vio en dos series
televisivas de formato western, The
Alaskans y la celebérrima Maverick,
donde encarnaba a Beau, el primo británico de Jim Maverick, entre finales de
los 50 y primeros de los 60.
Anteriormente,
había sido un Ivanhoe simpático, pero no demasiado convincente, para la pequeña
pantalla entre 1958 y 1959. Incluso marchó a Italia para probar suerte con el
peplum interpretando al mismísimo Rómulo, cofundador de Roma, en la
coproducción europea El rapto de las
sabinas (Romulus and the Sabines, 1961), pero la falda corta, las sandalias
y los decorados históricos no resultaban lo más adecuado para un actor que se
movía con mayor comodidad en ambientes contemporáneos. La oferta de la ITV para
interpretar la serie televisiva El Santo
(The Saint) en 1962, basada en los libros de Leslie Charteris, le
rescataría de su destierro romano y le daría la oportunidad dorada de crear uno
de sus personajes más célebres: el legendario Simon Templar, elegante mezcla de
ladrón de guante blanco y Robin Hood del siglo XX. Ni que decir tiene que los
escenarios cosmopolitas recreados en los coloridos estudios Elstree le sentaban
a la perfección y ya insinuaban las bases de su personaje de James Bond. La
serie se mantendría en antena hasta 1969, con enorme éxito en todo el planeta.
En
1970, Moore aceptaría trabajar junto a Tony Curtis para interpretar una serie
memorable, The Persuaders (Los
persuasores), donde encarnaría brillantemente al aristócrata Lord Brett
Sinclair. El contraste de estilos entre Moore y Curtis, uno criado en la
refinada zona de Grosvernor Square y el otro en el Bronx, dictaría el tono de
esta dinámica serie de ambiente internacional con música de John Barry que tan
solo tuvo un año de existencia. En el apartado de vestuario, Roger Moore
diseñaría su propia ropa para Los persuasores,
lo que explica que luzca algunas de las camisas y corbatas más llamativas de la
época.
Las
siete películas que rodaría a lo largo de 12 años encarnando al agente secreto
más famoso del mundo marcaron a toda una generación, la de quienes nacimos a
finales de los 60 y principios de los 70, y que recordamos con nostalgia
títulos como La espía que me amó (The spy
who loved me, 1977), Solo para tus
ojos (For your eyes only, 1980) o Moonraker
(1979), sin olvidar El hombre de la
pistola de oro (The man with the golden gun, 1974). Ya habíamos sucumbido
al encanto del James Bond de Connery, y tampoco nos había defraudado tanto como
apuntaban los críticos el australiano George Lazenby, quien realizó un trabajo
nada desdeñable en Al servicio secreto de
Su Majestad, pero el 007 de Moore era coetáneo nuestro, y tal vez por eso lo
vivimos con algo más de cercanía. Convencido de que era imposible superar el
precedente establecido por Sean Connery, Moore decidió enfocar su James Bond
desde el lado más galante y humorístico, lo que en la lengua de Shakespeare se
conoce como tongue in cheek. Con su
perfecto Queen’s English, su atildado
atuendo, sus refinados modales y una réplica siempre a tono con la situación, el
actor londinense ofreció una entrañable caracterización del personaje creado
por Ian Fleming, en la que las armas de las que servía no eran de fuego, sino un
combinado infalible de elegancia, fino humor y seducción.
Fue el actor que sostuvo
el cargo de 007 durante más tiempo, llegando a conocer profundamente a su
personaje. No es de extrañar que el propio Moore afirmara al respecto: “Cuando interpretas durante tantos años un
papel, sabes cómo va a reaccionar, lo que va a decir, lo que piensa”. El
actor quiso abandonar el personaje tras rodar Octopussy en 1983 (tenía por entonces 56 años), pero los productores
de la serie le convencieron para cerrar el ciclo con la ya citada A view to a kill, dos años después.
Fuera
del territorio bondiano, Moore también intervino en películas de indudable
interés, como la comedia That lucky touch
(Un toque de suerte, 1975), rodada en
Bruselas junto a Susannah York, con quien había coincidido en la anodina Oro (Gold),
el thriller sofisticado Crossplot
(1969), la estupenda TV movie Sherlock
Holmes en Nueva York (1976), donde se enfrentaba a un Profesor Moriarty
encarnado por John Huston, o la aventura bélica Evasión en Atenea (Escape to
Athena, 1979), en la que encarnaba a un oficial alemán aficionado a la
arqueología que demuestra una especial simpatía por los prisioneros aliados a
su cargo, entre ellos el también arqueólogo David Niven. Completaban el reparto
Elliot Gould, Telly Savalas y Stephanie Powers, mientras que los escenarios de
la isla griega de Creta hacían las veces de la ficticia Atenea. Ese mismo año también
disfrutó interpretando un personaje muy alejado de su registro afable y dandy, el excéntrico experto en
submarinismo Rufus Excalibur ffolkes en Rescate
en el mar del Norte (North Sea Hijack, 1979), acompañando a James Mason y
Anthony Perkins en una aventura de acción por tierras (o mejor dicho, aguas)
escocesas. En 1980 quiso subirse al barco de viejas glorias que el director
Andrew V. McLaglen (con quien coincidió en otras 2 ocasiones) fletó bajo el
título de Lobos marinos (The Sea Wolves),
compartiendo cartel con su amigo David Niven, Trevor Howard y Gregory Peck,
entre otros ilustres veteranos. Como auténtica rareza en su filmografía, ha
quedado el thriller de suspense The man
who haunted himself (Tinieblas, 1970),
bajo la dirección de Basil Dearden, título que, en sus propias palabras, le
proporcionó la primera ocasión de su carrera en la que se le permitía “actuar”.
Además
de colaborar con la UNICEF como Embajador de Buena Voluntad desde 1991,
experiencia que definiría como “la más gratificante de su vida”, Moore dedicaría
sus inquietudes humanitarias a otros proyectos benéficos a lo largo de su carrera.
La generosidad para los menos afortunados fue otra de las cualidades que
definieron a este singular caballero británico, Sir Roger Moore, tercer 007 de
la Historia del Cine, quien salvó al mundo en 7 ocasiones (estimable record
para un hipocondríaco confeso) y nos enseñó el valor de un gesto irónico en un
semblante impertérrito pero encantador. Cuesta trabajo creer que de verdad se
ha ido para siempre, aunque ¿quién sabe? A lo mejor Sir Roger solo quería
gastarnos una de sus bromas y le tenemos de vuelta antes de que nos demos
cuenta para rodar su próxima escena junto a su amiga Lois Maxwell-Moneypenny.
Impecablemente vestido de esmoquin, of
course.
Henry
Adams podría ser cualquiera de nosotros. Se trata de alguien que, por razones
del azar, se encuentra sin blanca, y además en una ciudad extranjera. Este
norteamericano de buen aspecto y ropa raída, al que presta sus facciones impasibles
Gregory Peck, se convierte en el objeto de una singular apuesta entre dos estrafalarios
gentlemen londinenses que le invitan
a entrar en su mansión. El motivo de la apuesta no es otro que decidir si un
individuo honrado, inteligente y sin medios de vida aparentes es capaz de salir
adelante durante un mes, hallándose únicamente en posesión de un insólito billete
de banco por valor de 1 millón de libras esterlinas.
Así
las cosas, Adams tendrá que valerse de todo su ingenio para convencer a
comerciantes, hoteleros, sastres de Saville Row y propietarios de restaurantes
de que “no dispone de billetes más pequeños”, al tiempo que se convierte de la
noche a la mañana en la sensación de Londres, es tomado por un millonario
excéntrico al que gusta vestir trajes trasnochados y pasa a erigirse en invitado
de honor de las fiestas de la alta sociedad y en todo un referente para los
especuladores de la Bolsa. Pero ahí no acaban sus peripecias. Al bueno de Henry
incluso le queda tiempo para conocer a la joven aristócrata Portia Lansdowne (interpretada
por Jane Griffiths, estupenda actriz de corta carrera nacida en Sussex en 1929),
que se convertirá en la mujer de su vida.
Esta
deliciosa sátira, basada en el relato corto de Mark Twain “El billete de un
millón de libras”, publicado en 1893, supone la película número veintiuno de
Gregory Peck y la primera de las dos que rodaría en Gran Bretaña en el año 1954
(la siguiente sería el drama bélico The
Purple Plain). El ágil guion de Jill Craigie conserva los fundamentos del formidable
cuento de Mark Twain y los enriquece para la ocasión añadiendo nuevas
situaciones y personajes, como la duquesa de Cromarty-tía de Portia, el
levantador de pesas Rock, que hace las veces de guardaespaldas del vagabundo
millonario (interpretado por el simpático Reginald Beckwith) o el travieso
duque de Frognal, al que encarna con estilo el característico A. E. Matthews.
¿Un
préstamo que muchos aceptarían sin pensarlo? ¿Una misión imposible? A lo largo
de hora y media, el director Ronald Neame, responsable de otra de las mejores
comedias del cine británico, Un genio
anda suelto (The Horse’s Mouth), nos
lleva magistralmente de la mano en un divertido recorrido por las calles de
Londres en el transcurso del cual se nos acelera el pulso cada vez que el
billete de marras sale volando a causa de una ráfaga de viento o desaparece
misteriosamente de su escondite en el hotel donde reside Henry Adams. Mark
Twain no guardaba una opinión demasiado optimista de sus congéneres, que en El Millonario solo parecen actuar
movidos por la promesa de una compensación económica y, ante la menor duda de
su cumplimiento, retiran todo su apoyo al millonario desarrapado. No hay que
olvidar que la película está ambientada “Once
upon a time, when Britain was very rich (Erase una vez, cuando Gran Bretaña era muy rica)”, frase con la que
da comienzo y que sirve como contrapunto irónico a su personaje central,
alguien que ni es inglés ni posee un solo penique a su nombre. Afortunadamente,
el escepticismo sobre la condición humana no afecta a todos los personajes de
la función, ya que la fuerza del amor acaba triunfando tanto en el relato como
en la película, compensando así los sinsabores de la codicia o del rechazo
social.
Al
atractivo de este memorable film producido por John Bryan para The Rank Organization
también contribuyen las entrañables composiciones de Wilfrid Hyde-White y
Ronald Squire como los dos caballeros apostadores o la fotografía en
Technicolor de Geoffrey Unsworth, así como la brillante partitura de William
Alwyn, de la que ofrecemos un extracto más abajo.
Música
a las 5 en punto
Dirigida
por Muir Mathieson y compuesta por el genial William Alwyn, autor de bandas
sonoras de películas tan conocidas como El
temible burlón (The Crimson Pirate)
y numerosas piezas de música clásica (entre ellas, la espléndida Lyra Angelica), este elegante vals sirve
de alegre introducción a The Million
Pound Note (titulada Man with a
Million en EE.UU).
Humor
a las 5 en punto
“Amigo,
no debería juzgar siempre a un desconocido por las ropas que lleva puestas.
Puedo pagar sin problema el precio de este traje. Simplemente no deseaba
causarle la molestia de tener que cambiar un billete tan grande”.
La extraña prisión de Huntleigh es tan extraña que no parece una cárcel. De hecho,
la primera escena de esta película dirigida por Robert Day y distribuida por
British Lion Films comienza con un repartidor de comestibles haciendo subir una
cesta repleta de productos por una cuerda hasta una ventana de la prisión.
Estamos en la Inglaterra de los primeros años 60, y
los ocupantes de la celda en cuestión son ni más ni menos que Peter Sellers
(Dodger), Bernard Cribbins (Lennie) y David Lodge (Jelly), además de un felino.
Estos tres reclusos viven como auténticos reyes, beben el mejor té negro de
toda la cárcel y hasta leen las noticias de la Bolsa en el periódico. Y es que
el director de la prisión, un hombre bondadoso aficionado a la jardinería
(interpretado por el característico Maurice Denham), gestiona la institución penal
como si fuera su propio jardín, tratando a los presos con dignidad y dándoles
la oportunidad de florecer como seres humanos desempeñando diferentes oficios. Incluso
hace la vista gorda cuando estos le sustraen sus puros cada vez que les convoca
a su despacho para una de sus charlas habituales.
Lo que este buen hombre ignora es que Sellers y
compañía están tejiendo un “hilo de dos direcciones” (Two-way stretch, el título original de la película) y, aunque le
den coba por un lado, están planeando simultáneamente el robo perfecto. Un
miembro de la banda disfrazado de sacerdote, Soapy Stevens (el Sopitas, en el
doblaje castellano), al que encarna el elegante Wilfrid Hyde-White, es su
conexión exterior y parte integrante de su coartada, ya que Dodger y su banda
pretenden apoderarse de unos valiosos diamantes que van a ser transportados en
un furgón y volver a la prisión antes de que les echen de menos.
Todo parece ir a la perfección hasta que le llega la
hora de la jubilación al oficial de vigilantes, quien es sustituido por un
viejo conocido de la banda, interpretado por el genial Lionel Jeffries. Si el
antiguo oficial de reclusos merendaba con ellos en los términos más amistosos y
les sacaba a pasear al gato, el sádico Crout (a quien apodan Sour, el Amargado)
no les quita ojo de encima, les obliga a hacer ejercicios gimnásticos y, por si
fuera poco, intenta volver a poner en vigor los trabajos forzosos.
Afortunadamente, estamos en el terreno de la comedia británica, y el argumento tomará
varios giros hilarantes antes de conducirnos a ese final que el lector puede
descubrir viendo esta película recomendada para todos los amantes de la
sonrisa.
Música
a las 5 en punto
La estupenda banda sonora de Ken Jones, de la que
ofrecemos un extracto a continuación, marca el tono desenfadado y gamberro de
esta divertidísima comedia carcelaria.
Los Barry (Richard y Kate, pareja interpretada por
Michael Craig y Anne Heywood) son unos recién casados que no están dispuestos a
dejar que la organización de la preciosa vivienda a la que se acaban de mudar
en Londres les esclavice. Así pues, deciden contratar a una serie de sirvientes
variopintos que, por unas u otras circunstancias, les harán vivir peripecias a
cual más descacharrante. Esta producción de The Rank Organization, dirigida por
Ralph Thomas en 1959, adapta fielmente la ingeniosa novela homónima de Ronald Scott
Thorn (publicada por Pan Books, cuya colorida portada reproducimos en estas
páginas) y ofrece una divertida visión de las vicisitudes de una pareja para
encontrar al personal doméstico adecuado sin perecer en el intento.
Pero los Barry no están solos en su ardua tarea,
sino que cuentan con la presencia de un suegro cascarrabias (encarnado, como no
podía ser de otra forma, por el genial James Robertson Justice) que además es
el jefe de su yerno, de un policía cockney (al que da vida el característico Sidney
James, una especie de “Alfredo Landa a la inglesa”) que aprovecha sus rondas
para mantener un romance con otra compañera del cuerpo, y de un joven músico
norteamericano (Daniel Massey) que acaba haciendo de niñera de los futuros
niños de la parejita.
La acción da comienzo en un idílico rincón del lago
Maggiore, donde la pareja de tortolitos pasa su luna de miel. Lo que ambos
ignoran es que, mientras tanto, se ha instalado en su hogar la italiana María (interpretada
por Claudia Cardinale, en su primera película de habla inglesa) quien,
aprovechando la ausencia de los propietarios, se cita con media flota de la
marina británica. Esto da pie a la primera irrupción del policía del barrio, el
citado Sidney James, en el domicilio de los Barry para pedirles explicaciones
sobre las “actividades” que se estaban llevando a cabo en la vivienda. No será
la única. Los sucesores en el puesto de la doncella italiana, si bien no
reciben visitas de marineros en las dependencias de sus señores, tampoco le van
a la zaga en picardía a la Cardinale.
En el caso de Rosemary (estupenda caracterización de
Joan Hickson, la futura Miss Marple televisiva), se trata de una señora de
mediana edad aparentemente cabal que, acompañada por un enorme perrazo de
lanas, finge ir a visitar periódicamente a su hermana enferma para
emborracharse en el pub más cercano. Todo va bien hasta que la buena de
Rosemary debe servir la cena a unos invitados norteamericanos, ¡y en qué
estado! Eso sin contar a Blodwen (Joan Sims), una peculiar galesa que, tras convencer
al señor de la casa de que vaya a recogerla al pueblo donde reside, decide volverse
atrás y rechazar la propuesta de trabajar en Londres a mitad del trayecto ferroviario
(después de que Richard-Michael Craig se quede encerrado en un baño que solo se
abre desde fuera).
Por su parte, los Farringdon, una pareja de ancianos
jubilados que parecen ser la respuesta a las plegarias de los Barry, resultan
ser en realidad unos atracadores que pretenden robar el banco vecino perforando
la pared del sótano de la casa. Las cosas mejoran aparentemente al responder al
anuncio Ingrid (interpretada con gran soltura por la francesa Mylène
Demongeot), una rubia veinteañera escandinava que no tarda en hacer furor en el
círculo de amigos de los Barry (principalmente entre los maridos “no
comprendidos” por sus esposas). Para colmo, a Ingrid le hace tilín el señor
Barry, aunque acepta la proposición de matrimonio que le brinda Wesley, el
músico norteamericano. O eso cree este último…
“Upstairs and Downstairs (Arriba y abajo)”, pues tal
es el título original de “Las pícaras doncellas”, es uno de los ejemplos
representativos de la alta comedia británica de los años 50, una película de
indudable atractivo que, gracias a sus diálogos chispeantes, a sus situaciones
disparatadas, a la encantadora música de Philip Green y a los cálidos tonos
Eastmancolor fotografiados por Ernest Steward, conquistará a quienes la
visionen.
Betty Box, coproductora de la película, resume en
las siguientes declaraciones el espíritu jovial que animaba aquellas
maravillosas comedias:
“Me
gusta hacer reír a la gente. Creo que ya lloran lo suficiente en su vida
diaria. Además, al hacer comedia, los resultados son más tangibles. Puedes
escuchar las risas del público si has tenido éxito”.
Escenarios de la función
Upstairs and Downstairs
se rodó en el Londres de 1959, que aparece retratado con todo su encanto en
esta instantánea de la época. Los interiores de la película fueron recreados en
los inevitables estudios
Pinewood, situados en Iver Heath.
Pembridge Villas by Ben Brooksbank
Humor
a las 5 en punto
“Habíamos
decidido, sabiamente o no, proteger la tierna planta del juvenil matrimonio de
las catástrofes de la cocina experimental, del aburrimiento de la escoba y de
las agonías del fregadero y el escurridor”.
Upstairs and Downstairs, Ronald Scott Thorn, traducción de Ricardo José Gómez
Tovar.
Classic British cinema is one of the Isle of Albion’s
greatest legacies. From the early 1930s until the late 1960s, some of the best
films of all time were made under Great Britain’s overcast skies, as well as
many other little endearing films that, while not considered actual masterpieces
by the critics, managed to cast a magic spell over both theatre screens and TV
sets. The aim and desire of this cultural blog is to pay homage to those
wonderful motion pictures produced by London Films, British-Lion, Ealing,
Pinewood o Elstree, to name only a few of those fabled film studios, and thus
relive the emotion and excitement brought to us by such magnificent players as
Laurence Olivier, John Mills, Alec Guinness, Peter Sellers, Dirk Bogarde,
Margaret Rutherford, Stanley Holloway, Kay Kendall or Kenneth More. All of these,
and a lot more, will be making guest appearances on our blog to the musical
accompaniment provided by the likes of Georges Auric, Richard Addinsell or
William Walton. The kettle is boiling now. Lights are being dimmed just as the
film projector takes a turn down memory lane. It’s time for a brief encounter
with good old time British cinema. Cellulloid at Five O’Clock. Of
course!
1965 fue un gran año para las películas de carreras
en los más originales medios de locomoción. Si la Warner Bros se encargó de
producir con amplio derroche de recursos La
carrera del siglo (The Great Race),
legendaria cinta de Blake Edwards en la que Tony Curtis y Jack Lemmon competían
en sus respectivos bólidos por trasladarse desde Nueva York hasta París, Aquellos chalados en sus locos cacharros,
producida por la Twentieth Century Fox, hacía lo propio en el elemento aéreo,
pero recorriendo una distancia lógicamente más corta, desde Londres hasta la capital
gala.
Como rezaba el subtítulo de la película, Cómo volé de Londres a París en 25 horas y
11 minutos, la historia da comienzo en 1910 cuando Lord Rawnsley (encarnado
por el impagable Robert Morley) decide patrocinar un insólito evento deportivo
desde las páginas de su periódico, The
Daily Post. El suculento premio que espera al ganador (10.000 libras
esterlinas) agudiza la imaginación de los entusiastas de la aviación de todo el
mundo, quienes acuden a participar en la carrera montados en monoplanos,
biplanos, triplanos, aeroplanos que circulan hacia atrás y otros
inclasificables aparatos voladores. Incluso hay un aviador (británico, claro
está) que se empeña en emprender tan arriesgado vuelo acompañado por su perro.
Tal es el punto de partida de esta divertidísima
película dirigida por Ken Annakin, y cuyos fotogramas en sistema Todd-AO ofrecen
un desfile simultáneo de estrellas del firmamento cinematográfico internacional
y singulares artilugios voladores. Abundan los clichés nacionales en la
descripción de los diferentes participantes de la competición, así como el tono
de caricatura con que son escenificadas las andanzas de los pioneros de la
aviación. El equipo norteamericano lo preside Stuart Whitman (Orvil Newton), un
campechano vaquero de Arizona por quien pronto se sentirá atraída la hija del
patrocinador de la carrera, Patricia Rawnsley (encarnada por Sarah Miles,
futura protagonista de La hija de Ryan),
jovencita inconformista que monta en motocicleta a escondidas de su progenitor y
anhela surcar el cielo en alguno de esos engendros volantes. A su vez, Patricia
está prometida a Richard Hays (James Fox), flemático teniente de los Coldstream
Guards (una especie de granaderos) que solo parece emocionarse cuando trabaja para
mejorar el rendimiento de su cacharro volante y en cuyo tiempo libre apenas tiene
cabida su aristocrática novia.
También hay un elegante conde italiano, Ponticelli, padre
de familia numerosa, interpretado en su registro habitual por Alberto Sordi, y
un casanova francés, Pierre Dubois (Jean-Pierre Cassel), que se va encontrando
con la misma mujer a lo largo de toda la competición, solo que aquella ostenta cada
vez un nombre distinto (Brigitte, Ingrid, Marlene, Françoise, Yvette y Betty,
todas ellas interpretadas en tono descocado por Irina Demick). Peor parados
quedan los competidores alemanes (encabezados por el característico Gert Fröbe,
en el papel del coronel Manfred von Holstein), que con rígida disciplina
prusiana se empeñan en aprender a volar siguiendo un manual. El toque exótico
lo aporta el aviador japonés Yamamoto, que hace su aparición en un artilugio
volante de color amarillo con figuras de fieros leones pintados en el fuselaje.
Foto: Nationaal Archief. Eric Koch/Anefo (copyright)
Por supuesto, no podía faltar en la trama un villano
empeñado en sabotear los vehículos de los demás integrantes de la carrera. De
ello se encarga, con su proverbial carisma, el estupendo Terry Thomas, que da
vida a Sir Percy Ware-Armitage secundado por su insolente mayordomo (Eric
Sykes). En papeles secundarios destacan el británico Benny Hill como jefe de
bomberos y, muy especialmente, el cómico estadounidense Red Skelton, que hace
las veces de antecesor prehistórico de los modernos aeronautas en el prólogo de
la película.
Los
títulos de crédito a base de dibujos animados de Those magnificent men in their flying machines corrieron a cargo
del genial Ronald Searle, lo que contribuyó a realzar el aspecto de cómic que
asume el film. Asimismo, el guion original de Jack Davies fue objeto de una
excelente novelización por parte de John Burke, editada en el Reino Unido por
Pan Books.
El
propio Annakin dirigiría una secuela titulada El rally de Montecarlo (Montecarlo
or Bust) en 1969, que volvería a contar con los entrañables dibujos de
Searle para la secuencia de los créditos. El protagonismo en esta ocasión
recaería sobre Tony Curtis, que se apuntaba así a su segunda “carrera del
siglo” de la década.
Escenarios de la función
Acantilados de Dover
Además de los interiores rodados en los estudios
Pinewood, situados en Iver Heath, Buckinghamshire, en la película aparecen varios
lugares del condado de Kent, como es el caso de Dover, así como la mansión
histórica de Fulmer Hall (Slough), donde se recrearon los exteriores de la
mansión de los Rawnsley.
Música
a las 5 en punto
Extracto de la pegadiza banda sonora original de Aquellos
chalados en sus locos cacharros, compuesta por Ron Goodwin.